La conversación siguió un rumbo más o menos predecible. Por momentos algún comentario captaba toda mi atención, por otros solo sentía que me desbordaba la ansiedad. Terminé por agarrar una birome y un pedazo de papel para hacer un montón de líneas que de a poco lo iban a traer, primero sus ojos, después su boca y así hasta cubrirlo todo todo de negro y hacerlo desaparecer.
En algún momento había que bajar. Pisar la vereda y caminar hasta la parada del colectivo -buenas noches 1,25 por favor-. Llevar el libro en las manos, incapaz de leer porque las señoras, ¿de dónde vienen a ésta hora y en colectivo y tan paquetas?, y ellos, allá, primera cita, de cabeza, y así hasta que un balcón o una puerta disparan un catálogo que no voy a recordar nunca, pero lo dejo crecer.
Lo dejo crecer, sorprenderme, ocupar mi cabeza. Porque lo que viene después lo conozco: mi casa, mi computadora, el laburo que no avanza, ir a dormir con toda la pesadez de mi cuerpo, y de mi cabeza.
Entonces la mañana entra por la ventana: arriba flaca, vamos, va a estar todo bien. Va a estar todo bien. El portero me pelea a la salida y yo se la devuelvo, chistes que ya tienen cinco años y no se vencen. Las veredas están todavía mojadas y el sol se refleja mientras las seca despacio, y el boletero.. el boletero es siempre el mismo y aunque a veces no me reconoce basta con que lo moleste un poco para que se acuerde, 1,20. Y así, de a poco, el mundo es perfecto. Abro el libro, me concentro y leo.
Camino distraída y saludo, buen día, son tres impresiones, A3, papel común y un comentario absurdo que como los catálogos no recuerdo. Miro un poco todo, pienso un poco en nada hasta que, baldazo de agua helada, el flaco me alcanza las láminas y me invita a salir.
Cualquiera. Cualquiera flaco. Estoy segura de que no insinué nada, eso lo hago conscientemente y bastante bien. Segura de que a mí no se me acerca mucho nadie a menos que yo lo quiera. Segura de que cuando lo miré entendió todo así que tomé las láminas y me fui, gracias.
Volví entonces a mi cara de culo y un metro de distancia, mínimo. Volví adonde sólo unos poco me encuentran y entienden, adonde algunos se preguntan, ¿qué mierda le pasa? pero no se animan a decirlo, adonde puedo sonreír y llorar triste o emocionada sin tener que explicar mucho nada.
Porque este mundo te comprime las neuronas y la panza. Te encuentra discutiendo como una forra lo indiscutible, te juzga y te patea y te quiere afuera, pero el muy hijo de puta de a ratos te da la mano y te regala un tema.
Esto no dura mucho, claro. Y ahí estaba, una vez más, invadiendo mi espacio, parando a un flaco justo delante de la puerta del taller. -¿Pensabas subir?-, le pregunté. -Sí-. -¿Estás seguro?-. -Sí-. Y como siempre que me supera la timidez, me paso de viva y no pude más que decir -mira, yo si pudiera correría muy rápido, para cualquier lado, cualquier lado que no sea pasando esta puerta, vos todavía podes hacerlo, cree lo que te digo. Yo, en cambio, no tengo más alternativas… y si las tuviera... si las tuviera, sí, me verías todas las semanas corriendo escaleras arriba, buscando mi lugar para respirar que está ahí y que es el taller y la pintura-.
Me miró desconcertado, no dijo ni una palabra ni se movió de delante de la puerta, así que le di la mano, -yo soy Julieta, la profesora-.