martes, 29 de marzo de 2011

Nunca confíes en una mujer con gafas - III -

Los primeros cinco minutos de conversación no los registré. Tal vez porque gran parte del tiempo estuvimos callados o evitando lo que debía suceder. Pero una vez agotado el diálogo casual, me dijo:

- Andre, quiero pedirte perdón. No supe aprovechar mi oportunidad y estoy arrepentida. ¿Creés que exista otra chance para nosotros?
- Me sorprendés. A lo largo de nuestra historia siempre escuché acusaciones por cobarde y otras por el estilo. No hice más que defenderme y resulta que ahora ¿la culpable sos vos? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
- No te confundas, no dejé de pensar que sos un cagón. Que no te sabes jugar por lo que querés. Que mientras todo se mantiene en el plano de la conquista sos el tipo más feliz, carismático y ganador pero un día tus sentimientos se comprometen y el empuje desaparece. Te inmovilizás. Como si los motivos que te hicieron acercarte a mí hubieran desaparecido. Yo siempre fui la misma persona Andrés. Eso significa que seguramente me idealizaste como hacen todos los idiotas superficiales de los que no te podés diferenciar. Tenés una gran dificultad para relacionarte cuando la relación pesa un poco más que un par de horas de nostalgia. ¿Te acordás cuando me querías convencer para que te de una oportunidad? ¿Que te referías a mi distancia como una protección imparcial y contra todos? Te equivocabas, la realidad es que mi defensa no era para todos, era para tipos como vos. Tipos que parecen en movimiento pero que si te dedicás a estudiarlos un poco más, te das cuenta que hace años que están siempre en el mismo lugar.
- ¿Ves? Otra vez me estás atacando. ¿Para esto llamaste? ¿Y el perdón del que me hablabas?
- Dejá de hacerte la víctima cagón. Ambos somos culpables.
- ¿Ah sí? A ver…
- Mi error fue actuar a favor de tu miedo. Me paralizó. Me sentí en un terreno desconocido. Donde mi compañero, que no paró de insistirme para que jugara y arriesgara, de repente soltó mi mano y me quedé sola. Y en lugar de recordar los motivos por los que decidí entrar a jugar con vos, no tomé responsabilidad por mi decisión y pretendí volver para atrás. Ese acto lo único que demuestra es que yo no hubiera hecho todo lo que hice sin tu insistencia. Y la verdad es que eso, además de falso, es patético. Yo quería estar con vos, lo supe al poco tiempo. Pero no me animé a avanzar. Esperé a que vos presionaras. Necesitaba seguridad, casi caprichosamente. Los motivos ya eran evidentes y me concentré en los detalles accesorios que no garantizaban nada. Quería que insistieras. Sentía, ingenuamente, como todas las mujeres, que solo así me revelarías lo que significo para vos.
- Es verdad y además….
- Te pido que me dejes hablar. Es importante que me escuches. Lo que tendría que haber hecho es lo mismo que hiciste vos, pero de verdad. Buscarte, convencerte. Encontrar un modo femenino para que no retrocedieras. Haciendo lo mismo que hacías vos por mí: alegrando mi día. Sumando.
- ¡Claro!
- ¡Callate idiota! Y escuchá de una vez. Es fácil entender que esa es la respuesta, lo difícil es llevarlo adelante cuando estás enamorada. Vos jugabas conmigo y con otras minitas a la vez. Te chupaba un huevo, en ese entonces, era una conquista, algo que si se daba bien y si no, también. ¿Quién no tiene gracia y elocuencia en un momento así? Difícil es tratar de sumarle al otro sabiendo que si sale mal te llenás de dolor. Es como hacer un espectáculo de bufón mientras te apuntan con un arma a la cabeza. Algo que nunca en tu puta vida seguro intentaste. Pero no importa, como te dije no te llamé para culparte. Al final, yo tampoco pude hacer todo lo que pretendía que vos hicieras. No me entregué, solo especulé. Por eso te pido perdón. A nuestra relación le faltó, al menos, un hombre. Un valiente que supiera conducirla de inicio a fin. Y no puedo pretender que des algo que yo no estuve dispuesta a dar. Te agredí sin inspeccionarme. Tengo razón en todo lo que te dije pero debería haber sido un castigo para ambos y no solo para vos.

Nos quedamos en silencio de nuevo. No sabía bien qué decirle. O sí sabía, pero sentía que sería demasiado doloroso. De todas formas, traté de animarme, se merecía la verdad después de semejante exposición.

- Flor, estoy de acuerdo con lo que decís. Y podría pasarme media hora dándote diferentes explicaciones de cosas que dejaste de hacer y por las que me desencanté. Pero creo que eso sería poco honesto. La verdad es que no estoy enamorado, no se si alguna vez lo estuve. Algo falta que entre nosotros no sucede.
- Sos patético, la verdad. Andrés, ¿cuántas veces te enamoraste desde que cortaste con tu ex? Ninguna. Hace más de tres años que solo vivís enamorado de historias de fantasía o vivís historias reales e interesantes pero sin estarlo. Lo que inhibe tu enamoramiento es precisamente eso: que las historias sean reales, posibles. Voy a hacer lo que me enseñaste, ¿sabés?, te voy a silenciar como a un televisor y te voy a contar lo que deja ver la imagen: desde que me conociste, no te separaste de mi lado. Si te dejo de hablar, me buscás. Si estás triste o contento, te gusta compartir esos momentos conmigo. Invertís el mismo tiempo en cogerme que en contarme de tu vida. Si te digo que ayer me cogí a un flaco, hoy no podrías tocarme un pelo por los celos. Me llevaste a compartir las cosas que más te gustan de la vida... No sé Andrés, la verdad es que si miro a otras parejas enamoradas, leo un libro o miro una película, más allá del “te amo”, los involucrados se comportan igual que vos. Así que no me queda otra cosa que pensar que, adolescente como sos, no entendés la diferencia entre un amor de fantasía y un amor de verdad.

- ¿Sabés qué? Tenés razón. Voy a jugar en tu vereda. Estaba enamorado. Te vi y me encantaste y a medida que empecé a conocerte, mucho más. Me abrí con vos como nunca me abrí en este tiempo a nadie. Compartí más tiempo con vos que con mi familia. Te conté todo, nunca fui tan transparente y honesto. Hasta adoptamos un lenguaje propio. Era perfecto. ¿Y entonces? ¿Qué pasó?
- No se, ¡decime vos!
- ¿El cagón de Andrés dejó de moverse? ¿O la cagona de Florencia se dejó llevar pero nunca se dejó de cuidar? Flor, vos no me tenés que pedir perdón a mí. Vos solo tenés que pedirte perdón a vos misma. Por haber especulado, por actuar en función del otro y no en función de tus propias ideas y deseos. Por no terminar de decidir lo que querés y esperar a ver qué quiere el otro. Si sabés que lo que más te enamora es la entrega y la aparente incondicinalidad, ¿cómo no me la regalaste? Si me amabas o me amás ¿por que no hiciste todo lo que estaba a tu alcance? ¿Eh? ¿Por qué no estabas segura? Nadie está seguro. La diferencia es que, envueltos en esa inseguridad, otros actuamos igual. Asumimos que las cosas pueden ir mal, pero apostamos a que vayan bien. Porque la vida sin esa apuesta es una vida sin emociones.
- Estás loco…
- Ahora dejame hablar a mí. Estás tan acostumbrada a que mueran por vos, los superficiales que van tras tu aspecto y lo que hacés, que te olvidaste que detrás de tu pasividad hay un mundo de acciones que deben tener lugar para que las personas que van tras algo más se enamoren. Y tu poder de decisión es el responsable de todas esas acciones. Viviste una vida de decisiones basadas en escenarios de certidumbre. Y cuando te gustó alguien que por primera vez en la vida te conquistó sin regalar promesas, no sabés qué garcha hacer.
- …
- Y encima, te acomodaste a mi vida. En lugar de mandarme bien a cagar, te adaptás. Por eso nunca terminamos, porque nunca empezamos. Las relaciones se dan cuando hay límites para ambos, si el límite lo percibe uno solo, no hay relación. Por cómo me describís, aún me crees el mejor ser de este mundo. Y si así fuera, ese ser estaría a tu lado. Tenés que cambiar el lente con el que me mirás. No se si lo podés entender así, pero el amor tiene dos caras: la percepción, lo que el otro es y representa; y la recepción, lo que el otro da por nosotros. Ambas cosas tienen que estar en perfecta armonía. Si falla la primera es probable que nos sigan gustando otras personas, en cambio, si la que falla es la segunda seguramente vivamos sumidos en la tristeza. ¿Cómo te sentís?
- Triste.
- Hace tiempo que dejé de dar lo que di al principio y te quedaste igual. ¿Y sabés por qué te quedaste? Porque no diste lo que tenías que dar en su momento. Cuando uno se entrega, hace todo y lo mejor que puede. Y si no encuentra lo que busca, tira la toalla, abandona, pero en paz. Sabemos que no había nada más por hacer. Ahora, si no hicimos todo lo posible, aunque el otro ya no nos busque, lo pendiente, lo inconcluso, lo que podría haber sido, nos atormenta para siempre. Y perdura hasta que algún día te la juegues de verdad sin considerar lo que yo sienta. Absolutamente fiel a vos misma. ¿Te animás cagona? ¿Tenés el coraje para decirme lo que sentís? Esa es la única manera que, tal vez, me obligue a decidir.

Nos quedamos en silencio… no sé cómo se sentió ella, pero yo estaba arruinado. Me dolía todo. Fue un arranque emocional que nunca se detuvo. ¿Habrá servido de algo decir todo eso? ¿Qué importaba? Ya no quedan palabras por guardar. Luego de casi un minuto, le pregunté:

- ¿Estás ahí?
- Si, acá estoy.
- En fin, no se qué más decirte.
- Yo tampoco.
- Que descanses Flor…
- Adiós.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Nunca confíes en una mujer con gafas - II -

La pelea: en este rincón, la fantasía. En aquel, la realidad. Una historia que no es, que no empezó, tiene todas las de ganar frente a una historia en desarrollo. ¿Estoy evadiendo algo? ¿Cuándo voy a dejar de creer en hadas, duendes y olvidar a las princesas en problemas? Tan fácil se me quitan las ganas de llamarla, la angustia y la soledad. Basta con un pequeño gesto para que la imaginación se dispare y siga alimentando un vicio que me tiene atrapado hace más de tres años, que me priva de una caricia sincera y me aparta la posibilidad de integrar en serio a alguien en mi vida. Porque lo cierto es que nadie atraviesa el hall de entrada. Todo se abandona ahí, antes de abrir la segunda puerta.

Debería volver a tirar el libro, olvidarme de lo que sucedió esta noche y llamarla. ¡Ella es real y vale la pena! Debo hacer algo de eso que nunca hago sólo para ver qué sucede. Debería… Las emociones no me conducen por un camino de bienestar. Algo falla, no sé qué, pero estoy averiado.

Agarro el libro, forzándome a ignorar el señalador que brilla como si tuviera luz propia. Abro la ventana, la noche está desierta. Pienso en dejarlo caer pero no puedo. De nuevo este sentido de supervivencia. No puedo matar la fantasía y los sueños y todo lo que representan. ¿Cómo una extraña con gafas puede alterar el desenlace? Sé que se trata, en parte, de una excusa. Pero hay algo más. Y tiene que ver con racionalizar el valor de una historia del pasado. Revuelvo en mis recuerdos y me encuentro enamorado. Lo siento como si fuera hoy. Y si lo comparo con lo que pasó en estos años no puedo sentir más que esa ausencia. Creer que algo así no va a volver a pasarme es una idea falsa y peligrosa como aquello que sugiere que la vida se trata de disfrutar de lo que está cerca y al alcance. Lo posible. Nada lo que soy fue construido sobre lo posible.

Así pacto mi última oportunidad: iré detrás de la fantasía, una vez más. Me drogaré con sueños a modo de despedida, sabiendo todo lo que estoy dejando de lado al no llamarla. Y si en unos meses, tal vez más, tal vez menos, me encuentro mirando por esta ventana nuevamente, recordaré este momento y sabré lo que hacer.

Convencido, ahora sí, abrí el libro y leí el señalador. Tenía la publicidad gráfica de un taller de arte. De un lado el dibujo de una niña triste en blanco y negro. Del otro, una dirección, un teléfono y una página web. Fui a la computadora sin dudarlo. Es la profesora, pensé. Aunque nuestro desencuentro no me dio tiempo a nada, pude percibir en la misteriosa mujer con gafas un look artístico. No sé cuánto tiempo habré estado en Internet pero para cuando miré la hora eran casi las 2AM. No fueron las obras sino más bien las palabras lo que me retuvieron: “El artista es un investigador cuyo camino lo obliga a mirarse a sí mismo para indagar en la verdad de las cosas”. Por un momento, dejé de sentirme solo. ¿Podía encontrar ahí personas que sientan más de lo que comen, duermen o trabajan, personas que vivan los días de la semana todos del mismo modo porque no se necesitan descanso y hacen lo que verdaderamente disfrutan? ¿Acaso no va por ahí algo de la verdad de las cosas? Fue como un viaje. Un dato me llevó a otro, un link al siguiente, una frase a un pensador y así. Estaba cansado pero emocionado y ansioso. Y no descarté la posibilidad de acercarme al taller. Antes de apagar todo e irme a dormir, encontré la frase que me iluminó: “Quien busca la belleza en la verdad es un pensador, quien busca la verdad en la belleza, es un artista”. Algo de verdad en la belleza necesito. Y acercarme al lugar o a las personas que saben llevar esto adelante puede ser un buen punto de partida.

Por fin un pensamiento me traía algo de paz. Estaba cansado y con ganas de dormirme rápido pero no pude resistir ocupar esos últimos minutos en imaginar a mi mujer con gafas. ¿Será la dueña del taller?, ¿será una alumna? ¿o no tendrá nada que ver con esto? ¡Qué desilusión sería! El taller está cerca, no resta más que ir y tocar timbre.

Ya casi dormido, sucedió lo que no tenía que suceder. Sonó el teléfono. Temí que fuera ella y no quise atender. Sabía que podía tratarse de la última vez y por eso evadía el enfrentamiento. Caminé hacia el teléfono mientras pensaba pero dejó de sonar antes de lo usual. Raro, pensé. Si no es ella, ¿quién sería a esta hora? Nadie llama a mi teléfono fijo. Volví al dormitorio y sonó el celular. Se me hizo un nudo en el estómago. Era ella y, sin pensarlo más, decidí atender.

sábado, 12 de marzo de 2011

Nunca confíes en una mujer con gafas - I -

Me invadió la soledad. No es una conclusión apresurada. Es una sensación consolidada. Lo que ayer era compañía hoy no me contiene. Me encuentro solo en aquellos lugares en los que estuve acompañado.

Tengo ganas de llamarte, pero dudo qué decirte. ¿Tiene que ver con vos? ¿Tiene que ver conmigo? ¿Necesito que me abracen? ¿Quiero que me abraces? Ya se, no me lo vas a preguntar. Pero deberías, yo te lo exigiría.

Cada atardecer me está matando y el amanecer ya no compensa. ¿Qué hago? No sé cómo resistir estas horas que no avanzan. Los días son cada vez más largos. Amarías verme en este estado: quebrado, perdido. Un edificio de teorías que tambalea y deja ver por sus ventanas lo vulnerable que estoy.

¿Cómo llegué hasta acá? No puedo armar la historia. Los recuerdos que tengo no se juntan, no funcionan como indicios, no señalan una salida ni nada. ¿Qué pasó? Voy a la heladera. Vacía, como siempre. Abriría una botella de vino, pero me niego a consolarme con alcohol. Quiero sentirlo todo hasta que termine de una vez. Y encontrar una forma de hacer arte del dolor. Agarro el libro en la página que marca el señalador: “Se amoldaba a la perfección de mi mano. Como si hubiera sido hecha para mí. Ella apoyó la palma de su mano sobre mi corazón. Su tacto se fundió con mis latidos…Entonces no lo sabía. No sabía que era capaz de herir a alguien tan hondamente que jamás se repusiera. A veces, hay personas que pueden herir a los demás por el mero hecho de existir”. ¡Qué libro de mierda!

Elijo otra página, esta vez al azar: “La soledad empezó a dolerme, el silencio a exasperarme”. Me levanto violentamente y abro la ventana. Miro veintitrés pisos hacia abajo buscando el vértigo que no aparece, que está ausente. Estoy tan inmerso en el dolor que la idea a caer es, de repente, persuasiva. Qué modo simple de concluir con las penas... ‘Crónica de una muerte anunciada’, pienso. Busco una lapicera y escribo en la última página: “Andrés Bénard: 18/07/1980 – 06/03/2011”. Con mi única sonrisa del día, dejo caer el libro en mi lugar.

Me quedé suspendido mirando hacia abajo pero no escuché ningún grito. ¿Cuántas veces estuve en esta ventana con la misma sensación? ¿Tantos años de lo mismo? ¿O será que este departamento tan alto me acerca una solución imposible de considerar en un segundo piso? Deberían prohibirle las alturas a los ciclotímicos. Es como acercarle un arma a alguien cada vez que está sufriendo. En una casa tradicional creo que la idea nunca hubiera llegado a mi mente. Por eso, me avergüenzo. Esa es la verdad. Solo estoy llamando mi propia atención. Me señalo y me describo patético. Patético por considerarlo y por considerarlo y no hacerlo.

Al cabo de un rato, volví en mí, me vestí con lo que encontré y bajé a buscar el libro. Cuando llegué a la vereda la vi sentada en el escalón de la casa de al lado. Había dejado su libro a un costado y hojeaba el mío con un lápiz en la mano. Llevaba gafas grandes. Su pelo no me permitía verla con claridad. Vestía con armonía y a colores y sonreía, como quien se acuerda de una anécdota con picardía. ¿Qué pasaje de ese condenado libro podría hacerla reír? Dudé en acercarme, había demasiada intimidad entre mi libro y ella. Es asombroso ver a alguien que invirtió tiempo en producirse de un modo excéntrico y atractivo y que luego ignora absolutamente los ojos que la buscan al pasar. Es como si un actor eligiera las mejores prendas del vestuario, saliera al escenario con toda su pompa y, una vez ahí, ignorara por completo la mirada del espectador. Como sea, la miré durante unos minutos y conmigo los hombres y mujeres que pasaban y ella nada. No sacaba sus ojos ni su atención de aquel libro, como buscando, cosa rara, privacidad en la vía pública.

- Lamento interrumpir. Ella levantó la vista sorprendida, su gesto se tornó serio y se incorporó abruptamente.
- ¿Es tuyo? Lo encontré en el piso. Perdón, tomá.

Extendió el libro con torpeza y le sonreí. ¿Quién es esta mina? Impaciente, tomó sus cosas y sin regalarme preguntas, se puso en marcha. Las palabras no me salieron pese a mis ganas de extender el diálogo. Me quedé inmóvil, un poco desconcertado y con el libro en la mano. Era hermosa pero no tuve la energía para seducirla.

Injustamente feliz por las consecuencias de mi falso suicidio, subo con el glorioso libro entre las manos al ascensor interminable. Descubro entonces, mientras paso las hojas, que la misteriosa mujer con gafas lo había subrayado: “Durante toda mi vida he tenido la impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que yéndome a otro lugar y empezando una vida nueva, iba a convertirme en otro hombre… Para mi representaba, en un sentido… reinventarme a mí mismo…Lo buscaba de verdad, seriamente, y creía que, si me esforzaba, podría conseguirlo algún día”.

Tuve una sensación en el pecho difícil de explicar. Paré el ascensor y volví a la vereda casi corriendo para buscarla. Quería entender la conexión. Quería darle un sentido a la casualidad. ¿Por qué señaló aquel párrafo? Una vez más, llegué tarde.

Pude, después sí, optar por la botella de vino. Noche de domingo y resucitado de la muerte, me tomé el tiempo de repasar lo sucedido. Tomé el libro con pocas esperanzas de encontrar algo más y así entender. Cerrado, observé su tapa, lo di vuelta, miré la contratapa... como buscando en la ignorancia. ¿Qué estás haciendo boludo? ¡No vas a encontrar nada! Despectivamente lo tiré sobre la mesa y me levanté. Me serví otra copa de vino y di una vuelta sobre mi mismo desconcertado. Miré por última vez a modo de despedida y algo llamó mi atención. Entre sus hojas escapaba un señalador que no era mio.

Entradas populares