domingo, 12 de junio de 2011

Nunca confíes en una mujer con gafas - IX -

La conversación siguió un rumbo más o menos predecible. Por momentos algún comentario captaba toda mi atención, por otros solo sentía que me desbordaba la ansiedad. Terminé por agarrar una birome y un pedazo de papel para hacer un montón de líneas que de a poco lo iban a traer, primero sus ojos, después su boca y así hasta cubrirlo todo todo de negro y hacerlo desaparecer.

En algún momento había que bajar. Pisar la vereda y caminar hasta la parada del colectivo -buenas noches 1,25 por favor-. Llevar el libro en las manos, incapaz de leer porque las señoras, ¿de dónde vienen a ésta hora y en colectivo y tan paquetas?, y ellos, allá, primera cita, de cabeza, y así hasta que un balcón o una puerta disparan un catálogo que no voy a recordar nunca, pero lo dejo crecer.

Lo dejo crecer, sorprenderme, ocupar mi cabeza. Porque lo que viene después lo conozco: mi casa, mi computadora, el laburo que no avanza, ir a dormir con toda la pesadez de mi cuerpo, y de mi cabeza.

Entonces la mañana entra por la ventana: arriba flaca, vamos, va a estar todo bien. Va a estar todo bien. El portero me pelea a la salida y yo se la devuelvo, chistes que ya tienen cinco años y no se vencen. Las veredas están todavía mojadas y el sol se refleja mientras las seca despacio, y el boletero.. el boletero es siempre el mismo y aunque a veces no me reconoce basta con que lo moleste un poco para que se acuerde, 1,20. Y así, de a poco, el mundo es perfecto. Abro el libro, me concentro y leo.

Camino distraída y saludo, buen día, son tres impresiones, A3, papel común y un comentario absurdo que como los catálogos no recuerdo. Miro un poco todo, pienso un poco en nada hasta que, baldazo de agua helada, el flaco me alcanza las láminas y me invita a salir.

Cualquiera. Cualquiera flaco. Estoy segura de que no insinué nada, eso lo hago conscientemente y bastante bien. Segura de que a mí no se me acerca mucho nadie a menos que yo lo quiera. Segura de que cuando lo miré entendió todo así que tomé las láminas y me fui, gracias.

Volví entonces a mi cara de culo y un metro de distancia, mínimo. Volví adonde sólo unos poco me encuentran y entienden, adonde algunos se preguntan, ¿qué mierda le pasa? pero no se animan a decirlo, adonde puedo sonreír y llorar triste o emocionada sin tener que explicar mucho nada.

Porque este mundo te comprime las neuronas y la panza. Te encuentra discutiendo como una forra lo indiscutible, te juzga y te patea y te quiere afuera, pero el muy hijo de puta de a ratos te da la mano y te regala un tema.

Esto no dura mucho, claro. Y ahí estaba, una vez más, invadiendo mi espacio, parando a un flaco justo delante de la puerta del taller. -¿Pensabas subir?-, le pregunté. -Sí-. -¿Estás seguro?-. -Sí-. Y como siempre que me supera la timidez, me paso de viva y no pude más que decir -mira, yo si pudiera correría muy rápido, para cualquier lado, cualquier lado que no sea pasando esta puerta, vos todavía podes hacerlo, cree lo que te digo. Yo, en cambio, no tengo más alternativas… y si las tuviera... si las tuviera, sí, me verías todas las semanas corriendo escaleras arriba, buscando mi lugar para respirar que está ahí y que es el taller y la pintura-.

Me miró desconcertado, no dijo ni una palabra ni se movió de delante de la puerta, así que le di la mano, -yo soy Julieta, la profesora-.

jueves, 2 de junio de 2011

Nunca confíes en una mujer con gafas - VIII -

Cuando lo pienso objetivamente, lo determino con frialdad: no necesito de nada…de nadie. A menudo me pregunto acerca de esta falta de instinto gregario. Un cliché demasiado manoseado para alguien que se presume ´otra´ en un mundo de soldaditos repetidos.

Mi deseo abre abismos con el mundo circundante. Descubro que los momentos en los cuales más disfruto me encuentran en soledad. Camino largas cuadras diariamente. Adoro la liviandad de las piernas una vez entradas en calor, el sol acariciando la piel en días de aires gélidos, la brisa enmarañando el pelo, las gafas de sol tiñéndolo todo de un color, sobre todo cuando es de azul, los aromas que remiten a escenas del pasado, el crujir de las hojas ocreamarillentas del otoño, discernir mil valores de grises en un cielo tormentoso, ni qué hablar de la lluvia golpeando con vehemencia contra el pavimento. Y todo eso en un ir y venir, de mi casa al taller, de cuadra en cuadra. Deshabitada de cualquier vecino indiscreto.

Pero suele haber interferencias en el viaje. Un contacto visual casual, un comentario que se oye al pasar, algunos encuentros intimidantes que preferiría evitar… en mi mundo bastarían los colores, los libros y las sensaciones… soy de esa clase de personas a las que se les hace difícil el encuentro con el otro, qué va a ser! Todos tenemos nuestros propios campos de batalla, y este es el mío… sin embargo, suceden a veces episodios inesperados, y una adicta a la curiosidad como yo, no puede más que rendirse a esas contingencias de la circunstancia… como el otro día, que en medio de mi travesía cotidiana, un libro cayó del cielo directo a mis pies. Después del estrepitoso impacto no pude evitar tomarlo entre mis manos. Era esa clase de libros que pedían a gritos ser devorados al instante y tuve que satisfacerlo. Señalé la página con determinación. Mientras tanto me divertía pensar en los motivos de esa caída al vacío; ¿Habría sido producto de una discusión conyugal y el pobre fue el arma contundente más a mano? Inmersa en estos pensamientos fui interpelada por un hombre. No había considerado que el libro tendría un dueño y podría venir a reclamarlo. Él, me examinó con su mirada y yo, literalmente, huí. Apuré el paso y aún un tanto aturdida, me detuve un instante y dejándome conducir sin elegir, abrí -ahora si- MI libro. ¿Cómo podía ser que este desconocido estuviera leyendo el mismo texto que yo? Alcé la mirada, la intuición no podía fallarme, y ahí lo ví, inquisidor, buscando (¿me?) sin cesar, una respuesta. Yo escapaba de su campo de visión, sabía que estando a salvo podía disfrutar del espectáculo. La escena podría haber sido de un cuadro de Goya denominado “Paradoja de un cazador”. Sonreí –me extrañé al hacerlo- y seguí mi camino. Ese día empezaría la primer obra de una serie que llamé “La mirada impertérrita”.

Mis días después de ese suceso transcurrieron en paz. Hasta hoy, que promediando la clase del taller y relajada en mi lugar de distención, recibimos una visita inesperada. Tal vez fue la licencia de los jueves y el vino que empezaba a marearme un poco, lo cierto es que Martín, así se llama, me dejó un tanto inquieta. La profesora no acostumbra recibir gente sin cita previa, también suele avisarnos previamente a modo de cortesía, por lo que su llegada me tomó por sorpresa. El extranjero no podía siquiera sostener la mirada en alto y escapaba a cualquier pregunta que le demandara exponerse con algo propio. Lo primero que diagnostiqué era que se trataba de un tímido patológico y no debía apresurarme a conjeturar. Analicé con detenimiento su actitud corporal, su mirada evasiva, su incomodidad. Había algo más que no lograba entender, ¿Por qué me dejaba tan perpleja? Enseguida la profesora le convidó una copa de vino y uno de mis compañeros le hizo algunas preguntas. Él suspiró, aliviado. Lo invité a quedarse un rato. Raro en mí. Pero tal vez, entrando en confianza él, yo podría destrabar esta sensación que nacía en mí… empezaba a palpitar que si quería saber algo más, tendría que pagar algún precio por ello.

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